La calidad de la ley y el Estado de Derecho

Los errores en la legislación y la rapidez con que se aprueban medidas en el parlamento devalúan su prestigio

“Hay equivocaciones que comete el legislador o el poder ejecutivo que sonrojarían a un alumno”.
“Hay equivocaciones que comete el legislador o el poder ejecutivo que sonrojarían a un alumno”.

Anda todo el mundo preocupado por el Estado de Derecho, viendo terribles amenazas que ponen en riesgo las libertades ciudadanas más básicas. Por un lado, la famosa amnistía, que borra la insurrección; por otro, la confusión de poderes, con un conglomerado de autoridad y pretensiones que deja en papel mojado todo lo enseñado por Montesquieu.

Pero hay otros fenómenos que también echan por tierra todo lo construido con esfuerzo. Por ejemplo, es grave que hayan aumentado los errores en el BOE: el hecho de que quienes redactaron una circular se equivocaran al conceder el reconocimiento oficial a las jugadoras de la selección femenina de fútbol es suficientemente elocuente.

Se dirá que eso no ha tenido mucho recorrido, pero piensen en la chapuza legislativa de la ley del sí es sí. Hay equivocaciones que comete el legislador o el poder ejecutivo que sonrojarían a un alumno. Y si este no fuera el caso, al menos cosecharían un rotundo fracaso en los trabajos académicos.  

“Quizá una parte de culpa en la falta de respeto hacia la ley la tiene la pérdida de su prestigio”

Un error lo tiene cualquiera, pero para preservar el aura sagrada de la ley es importante evitarlos en el parlamento. ¿Aura sagrada? Sí, deberíamos reivindicarla. Y no porque tengamos intención de volver a tiempos teocráticos, sino porque quizá una parte de culpa en la falta de respeto hacia la ley la tiene la pérdida de su prestigio.

Mucho antes de que se descubriera la noción de derecho natural y se explorara, Platón indicaba que las tradiciones de un pueblo condensadas en la costumbres -pues era esto lo que entendía por ley quienes la inventaron- debían ser respetadas con pía escrupulosidad porque, en la línea del tiempo, se hallaban más cercanas a los dioses. Eran de origen divino.

Que lo creyeran o no los griegos es cuestión que no importa mucho. Lo relevante es que consideraban bueno para la polis creerlo. Como la ley ha pasado de alejarse de la costumbre -de las buenas maneras-, para transformarse en la decisión arbitraria de un soberano, ha dejado de inspirar respeto religioso. Y entonces es tan fácil cambiarla que obedecerla tiene poco sentido.

La devaluación de la calidad de la ley ha sido analizada recientemente en The Economist, el honorable semanario británico, que pone el foco en la falta de revisión parlamentaria. En este sentido, las cámaras no solo se reúnen menos tiempo al año, sino que se ha reducido drásticamente el tiempo que se dedicaba a examinar los proyectos legislativos. Menos escrutinio, indica la publicación, significa menos calidad.

A ello se añade que se ha multiplicado la asiduidad con que el ejecutivo recurre a los decretos de urgencia. En un sistema partitocrático eso implica el fin de la separación de poderes, ya que las cámaras se limitan, como sabe cualquier ciudadano, a convalidar lo que sale del ejecutivo, puesto que reflejan la mayoría gubernamental.

 

Es evidente que el ejecutivo necesita normas y órdenes para llevar a cabo las políticas. Pero existen formas de regulación no legales -los reglamentos- que son los que permiten realizar el programa de gobierno. De otro modo, la hiperinflación legislativa -otra de las rémoras actuales- no hará más que acentuarse.

Las urgencias no son buenas y menos cuando se trata de sacar adelante un país. Emplear algo tan serio como una ley para tomar medidas menores rebaja su sentido y lo instrumentaliza. A la larga, una ley mala, chapucera, ridícula o superficial hace más fácil su vulneración.

“Hay algunas medidas que podrían servir para paliar la situación, como un examen más serio de los proyectos o la necesidad de informes preceptivos para aprobarlos”

En el análisis de The Economist no solo pone de manifiesto lo grave que es que el ejecutivo invada al legislativo, hasta convertirlo en un instrumento a sus órdenes. También advierte cómo se han incrementado los errores en la redacción como consecuencia de la rapidez y urgencia con la que salen adelante las normas. Incluso señala que el más mínimo examen de los costes y beneficios de la ley -algo básico al menos desde Bentham- es cosmético o inexistente.

El empeoramiento de la legislación es uno de los perjuicios más graves ocasionados por el régimen de partidos. Si, en lugar del bien común o la eficacia de la ley, el diputado tiene en cuenta solo su compromiso ideológico, el parlamento pierde su sentido. Hay algunas medidas que podrían servir para paliar la situación, como un examen más serio de los proyectos o la necesidad de informes preceptivos para aprobarlos.

Otra iniciativa podría ser cambiar el estatuto de los asesores. Como en España, al parecer en gran parte quienes rodean a los diputados son demasiado jóvenes y carecen de experiencia profesional. A veces son cachorros del partido, que buscan medrar en el organigrama a base de demostrar fidelidad al líder de turno.

La rapidez de los escrutinios y la influencia en la ley de motivaciones políticas convierte una de las piezas esenciales del Estado de Derecho en una especie de ariete en manos del poder. Pero la ley es mucho más y de su prestigio y liturgias procedimentales depende que la libertad de los ciudadanos sea posible y beneficiosa para la convivencia.

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